El abanico de propuestas escénicas que se presenta en el Festival Internacional de Teatro Córdoba para la Infancia y la Juventud, que se realiza hasta el domingo en la Docta, abarca todo el espectro de experiencias y edades. Dos ejemplos bastan para dar cuenta de ello.

Desde Brasil llegó “Cabelos arrepiados”, de Buia Teatro da Amazônia, una obra de Acioly dirigida por Tércio Silva. La historia surge con chicos que tienen insomnio porque alguien les robó sus sueños. A partir de ello, distintos personajes les van contando relatos para que vuelvan a conseguir deseos, esos que se presentan cuando se duerme. Así pasan diferentes escenas (unas siamesas a las que se les presenta un pretendiente, un planteo en defensa del ambiente frente a un consumismo desorbitado y un salto a un futuro distópico en una máquina del tiempo), hasta que el sueño vuelve a sus vidas.

La propuesta avanza con una estética en blanco y negro, de clara referencia al “El extraño mundo de Jack” de Tim Burton, con un decisivo aporte de la música como elemento transversal en una cantata que recorre diferentes géneros: arias de ópera, rock metal, canción y hasta una introducción con acordeón típico del norte brasileño, de referencias al folclore mixturado local, que remitía a viento y navegación.

La diferencia de idioma se presentaba como un desafío a superar: la atención de la platea infantil (ocupada en parte por una delegación del interior cordobés, llegada del Valle de Calamuchita y en su primera visita al coqueto teatro Libertador General San Martín) fue contundente y silenciosa, subyugada por las imágenes que se presentaban desde el escenario antes que por las palabras en portugués. La puesta juega eficientemente con las luces y el vestuario, con actuaciones sólidas de respaldo y voces que alcanzan para el proyecto.

Lo destacable es que no se juega con un discurso clásico dogmatizante, sino que se apropia del lenguaje y la forma expresiva de los más chicos mediante canciones. Una interesantísima experiencia para la toma de conciencia acerca de temas acuciantes con elementos entretenidos (como el maquillaje y las caracterizaciones) que permiten empatizar con el público menor.

Un horror cotidiano

Y en el Sindicato de Maravillas/La Nave Escénica, para confirmar la amplitud estética, se vio “El circo de los payasos bigotones”, coproducción entre la Argentina, Chile y México, inscripta en el perfil internacionalista de la fiesta y claramente orientada a la juventud.

La propuesta, dirigida por Luciano Delprato y con Tomás Alzogaray Vanella (ambos en escena. acompañados por un guitarrista) parte de una base testimonial autobiográfica del actor, que vuelca sus experiencias vivenciales en un cuaderno rescatando su alma de niño dentro de lo que es el biodrama documental del período más oscuro del país.

¿Cómo contar la gran tragedia nacional de los 70 a un público que ya la conoce por las clases de historia y los libros? La respuesta fue un encuadre que permite un distanciamiento y así, una redimensión de lo atravesado.

Las lecturas del actor son una denuncia sobre los procesos dictatoriales, las políticas represivas y el exilio para salvar la vida, con una actuación que no se detiene en los matices pero transmite una angustia que circula por la sala al despertar evocaciones de cada uno antes que por las inflexiones dramáticas en escena. No es esto una falla, sino una búsqueda deliberada: definitivamente pensada para abordar el debate histórico entre adolescentes (como aquellos que reniegan de volver a recibir un mensaje cargado de emotividad sobre la tragedia), se trabajó en la puesta sin efectismo ni saturación de sensaciones.

Hay un planteo donde el relato gira en un tono casi neutro, con una naturalidad desapasionada, que aborda el pasado de un modo cercano a la banalidad del mal que definió Hanna Arendt, con un texto donde las cosas suceden y discurren dentro de la extrema brutalidad de lo que se cuenta. La cotidianidad del horror en los centros clandestinos y los vuelos de la muerte es presentada como escenas de un circo, en el cual pasan los sangrientos episodios de la violencia institucional entre los payasos bigotones (como se les dice en la obra a los militares) y los que usan zapatos raros (las víctimas).

En su inicio, la historia se presenta como una pelea sin señalar culpables ni inocentes, lugares que luego serán ocupados por cada parte cuando los hechos evolucionan. Un hecho anecdótico como el haber tenido que ocultar libros tras el golpe de Estado de 1976 permite luego tocar temas mucho más dolorosos, sin caer en un recargado efectismo ni insistir en la forma clásica de contar lo sucedido, enrola la obra en un proyecto orientado a un público joven, distinto del que llenó la sala cordobesa en esta función.

El recurso permite a cierta platea una aproximación diferente, lo que posibilita una nueva chance para la discusión fecunda entre pares de las nuevas generaciones, sin intervención de terceros adultos (contaminados por lo que sufrieron). Asimismo, para estos últimos, quizás demasiado involucrados en lo que vivieron en vivo y en directo, las reacciones son naturalmente distintas. Una bandera argentina con la frase “Nunca más” en negro en la franja blanca, cierra el espectáculo, y resume un planteo que más que consigna es un deseo reactualizado.